Lorencio
Lechónides era un hombre de orden y buenas costumbres. Pagaba los impuestos con
resignación, votaba en todas las elecciones a partidos conservadores tirando a
paleozoicos, usaba corbatas discretas y arreglaba el país en el bar a base de
mano dura.
Pero,
una mañana, Lorencio se levantó de la cama incómodo. Había dormido bastante
mal. Se dirigió hacia la cocina para tomar un vasito de agua y poner en la
radio algún insigne predicador, cuando se dio cuenta de que respiraba de un
modo muy raro, emitiendo unos extraños silbidos agudos. Imaginaros su asombro
cuando, al ir a tocarse la nariz se encontró con que ya no tenía nariz, sino
una especie de probóscide rígida y alargada, una especie de trompa, pero de
algo parecido a la madera.
Su
cerebro se paralizó durante un momento. ¿Qué estaba pasando? Inmediatamente, se
le pasó por las meninges que esto fuera algún complot de los comunistas o del
lobby gay, pero hasta a él le pareció demasiado absurdo. Lorencio se rascó la
cabeza, asombrado.
Y en
estas estaba cuando se dio cuenta de que se estaba rascando la cabeza ¡con la
pata de atrás! Porque, efectivamente, Lorencio se percató de que ahora tenía
cuatro patas. Como comprenderéis, esto ya pasaba de castaño oscuro, así que
Lorencio salió corriendo velozmente sobre sus cuatro patas al cuarto de baño, y
tuvo que empinarse sobre las patas traseras para verse en el espejo. Lo que vió
en él hizo que soltará una exclamación de asombro que sonó como un desafinado
fa a través de su probóscide. ¡Se había convertido en un perroflauta!
¿Cómo
era posible? ¿Sería cierta la leyenda de que si te roza un indeseable con sus
rastas te conviertes en perroflauta los días de sol? ¿Sería un efecto
secundario de ver día tras día la sonrisa radiactiva y oir la voz como de
tragar helio del ministro de Hacienda? No lo sabía, pero Lorencio sintió la
urgentísima necesidad de ir a echar una meadita a la puerta del Congreso, así
que salió aullando para allá, y hasta ahora. Y eso fue lo que pasó, más o
menos.